OPINIONPRIMERA PLANA

Reflexión dominical. La Alianza de la vida en la Pasión de Cristo

Por JOSÉ CERVANTES
Domingo, 18 feb. 2024

El camino hacia la Pascua

La cuaresma es el camino hacia la Pascua, es decir, hacia la renovación de la fe cristiana y hacia la regeneración de la vida en la convicción de que Jesús, el crucificado y resucitado, es el Señor. Es la renovación del bautismo, como experiencia de un Dios que decidió salvar definitivamente a los hombres. Dios empezó a realizar esta salvación librando a Noé del diluvio y estableciendo ya una primera Alianza de vida con la humanidad (Gn 9,8-15). Aquello era figura de las aguas del bautismo que nos está salvando por medio de la resurrección de Cristo, bautismo que también nos compromete con Dios tras la purificación y transformación de nuestra conciencia. Pero este acceso a Dios ha sido posible gracias a Cristo, que sufrió su pasión de una vez para siempre, el justo por los injustos, para conducirnos a Dios, pues mientras él sufría la muerte como víctima humana, recibía la vida por la acción del Espíritu (Cf. 1Pe 3,18-22). En la Pascua, el Señor, tras enfrentarse y vencer a Satanás, a la tentación y al mal de este mundo, nos libera del dominio del maligno, del pecado y de la muerte y sella para siempre la nueva y definitiva Alianza de vida con Dios.

La Primera Alianza, preludio de la definitiva en Cristo

Las diversas Alianzas antiguas, con Noé, Abrahám y Moisés marcan la sucesión de las épocas del mundo en su relación con Dios. Pero la Alianza de Noé (Gen 9,8-15) no se establece sólo con un individuo o con un pueblo sino con todos los seres vivientes y, además, es una alianza unilateral, pues para nada depende del actuar humano, al igual que su signo, el arco iris, sino que depende solo de Dios. La de Noé, tras el diluvio, fue ya una primera Alianza de vida con la humanidad. Por eso es anticipo de la Nueva Alianza, realizada irreversiblemente por Cristo en su Muerte y Resurrección, que obtuvo el perdón del pecado del mundo para toda la humanidad y quiere que todos los hombres se salven. La segunda lectura (1 Pe 3,18-22) es como un himno de la fe cristiana que presenta a Cristo, manifestado al final de los tiempos, llevado a la muerte por el hombre, vivificado por el Espíritu, evangelizador solidario de todos los hombres de la historia, exaltado al cielo y Señor de todo, potencias y dominaciones.

Jesús experimentó la tentación

En el camino cuaresmal, el Evangelio presenta primero a Jesús en su confrontación directa con el mal de este mundo, cuya representación personificada es Satanás. Experimentar la tentación es un hecho de la vida humana por el que Jesús también pasó. En el ámbito religioso la gran tentación consiste en servirse de Dios en vez de servir a Dios. Y esa tentación se presenta de muchas maneras. En Marcos sólo se constata el hecho de que Jesús experimentó la tentación (Mc 1,13). La tentación a la que Jesús es sometido manifiesta las tentaciones reales de la vida de una persona extraordinaria. El diablo es la imagen del adversario por antonomasia del plan de Dios sobre la humanidad. Lo que está en juego en la confrontación de Jesús con Satanás es el concepto de Dios, la comprensión de la misión que Jesús asume como Mesías y, en definitiva, la concepción de la religión.

La tentación de los milagros

En Marcos los que realmente tientan a Jesús y lo ponen a prueba más adelante son los fariseos. La primera tentación en Marcos es la petición caprichosa de una demostración del poder taumatúrgico de Jesús solicitada por los fariseos (Mc 8,11). Los fariseos no querían dar crédito a los milagros realizados hasta ahora por Jesús. Éste no hacía los milagros para realzar su poder ni en beneficio propio sino para atender a las necesidades primarias de la gente, hambrienta, enferma y leprosa, manifestando a través de ellos la ruptura con todo tipo de barreras de exclusión de los marginados así como el alcance universal de su salvación al traspasar las fronteras étnicas y religiosas entre judíos y gentiles. Pero Jesús se negó a hacer más señales de las ya hechas.

La tentación de la desigualdad

La otra prueba puesta por los fariseos fue la cuestión de la igualdad del hombre y de la mujer. En Mc 10,2, mediante la indisolubilidad del matrimonio, Jesús trata de defender, entre otras cosas, a la mujer indefensa ante la frecuente arbitrariedad del marido que la podía despedir por cualquier motivo, abandonarla y dejarla en condiciones muy precarias de vida. Jesús no entró en el juego de la injusticia institucionalizada. ¿No es ésta otra de las grandes tentaciones de los varones en las sociedades que marginan, postergan y maltratan a la mujer? ¿Cuántas mujeres han cargado con sus hijos, abandonadas por el padre de los mismos? En el plan de Dios sobre la humanidad no cabe ninguna legitimación de discriminación de la mujer, sino la llamada a vivir en el amor de la entrega generosa entre hombre y mujer, en condiciones de igualdad y de reciprocidad.

La tentación de tiranizar a la gente

En la tercera (Mc 12,15), ante la imagen del César en una moneda, Jesús recrimina al poder religioso de los fariseos y al poder político del emperador la opresión que unos y otros ejercen sobre el pueblo. Jesús desenmascara así los dos tipos de opresión ejercida sobre el pueblo de Dios, la política y la religiosa. Tampoco aquí cayó Jesús en la tentación de tomar partido por unos o por otros, pues ambos tiranizaban a la gente. Lo que hay que hacer, según Jesús, es devolver a Dios lo que es de Dios. Con ello quería decir Jesús que las gentes del pueblo no pertenecen a ningún poder político, ni a ningún sistema económico, ni a ninguna ideología, sino a Dios y sólo a Dios. Por eso lo que hay que devolver a Dios es lo que los poderes públicos indebidamente se han apropiado, es decir, la dignidad y la libertad de las personas.

El poder como tentación

Lo que Dios quiere es la libertad para su gente. La opresión política puede tener muchos rostros, enmascarados por ideologías variopintas y por sistemas económicos. Cuando una ideología atenta contra los derechos humanos individuales, extorsiona y manipula la justicia, y quiere legitimarse como actuación habitual en nombre del Estado, o en nombre de los “mercados” económicos, o en nombre de un partido, esa ideología es opresora y diabólica. Caer en esta tentación es un grave peligro hoy. Pero Jesús puso las cosas en su sitio.

La tentación de lo fácil y de la falta de compromiso

Por último, el evangelio cuenta cómo incluso Pedro, el apóstol, es llamado Satanás por Jesús (Mc 8,33). Y es que la tentación más real es no querer asumir el conflicto, que frecuentemente implica la predicación del Reinado de Dios con todas sus consecuencias. Los poderes religiosos, políticos y económicos quedan cuestionados por la autoridad moral de Jesús, que se enfrenta abiertamente al templo, que corrige la concepción mesiánica centrada en el poder y que rompe todos los esquemas sociales al anteponer al ser humano que sufre por encima de toda ley. Ser coherente con las exigencias de solidaridad, de misericordia y de servicio a los que sufren y permanecer fiel en el trabajo por el Reino de Dios y su justicia lleva consigo estar dispuesto a aceptar la cruz de cada día, a asumir, con firmeza y esperanza, el conflicto con las fuerzas antagónicas del Reino. Cuando Pedro no quiere oír hablar de esto e increpa a Jesús, éste lo llama Satanás. También a Pedro le faltaba convertirse al Evangelio de la Pasión.  Padre nuestro ¡No nos dejes  llegar a la tentación!

José Cervantes Gabarrón es sacerdote misionero murciano y profesor de Sagrada Escritura

Mensaje del santo Padre Francisco para la Cuaresma de 2024

A través del desierto Dios nos guía a la libertad

Queridos hermanos y hermanas:
Cuando nuestro Dios se revela, comunica la libertad: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de esclavitud» (Ex 20,2). Así se abre el Decálogo dado a Moisés en el monte Sinaí. El pueblo sabe bien de qué éxodo habla Dios; la experiencia de la esclavitud todavía está impresa en su carne. Recibe las diez palabras de la alianza en el desierto como camino hacia la libertad. Nosotros las llamamos “mandamientos”, subrayando la fuerza del amor con el que Dios educa a su pueblo. La llamada a la libertad es, en efecto, una llamada vigorosa. No se agota en un acontecimiento único, porque madura durante el camino. Del mismo modo que Israel en el desierto lleva todavía a Egipto dentro de sí ―en efecto, a menudo echa de menos el pasado y murmura contra el cielo y contra Moisés―, también hoy el pueblo de Dios lleva dentro de sí ataduras opresoras que debe decidirse a abandonar. Nos damos cuenta de ello cuando nos falta esperanza y vagamos por la vida como en un páramo desolado, sin una tierra prometida hacia la cual encaminarnos juntos. La Cuaresma es el tiempo de gracia en el que el desierto vuelve a ser ―como anuncia el profeta Oseas― el lugar del primer amor (cf. Os 2,16-17). Dios educa a su pueblo para que abandone sus esclavitudes y experimente el paso de la muerte a la vida. Como un esposo nos atrae nuevamente hacia sí y susurra palabras de amor a nuestros corazones.
El éxodo de la esclavitud a la libertad no es un camino abstracto. Para que nuestra Cuaresma sea también concreta, el primer paso es querer ver la realidad. Cuando en la zarza ardiente el Señor atrajo a Moisés y le habló, se reveló inmediatamente como un Dios que ve y sobre todo escucha: «Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo del poder de los egipcios y a hacerlo subir, desde aquel país, a una tierra fértil y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). También hoy llega al cielo el grito de tantos hermanos y hermanas oprimidos. Preguntémonos: ¿nos llega también a nosotros? ¿Nos sacude? ¿Nos conmueve? Muchos factores nos alejan los unos de los otros, negando la fraternidad que nos une desde el origen.
En mi viaje a Lampedusa, ante la globalización de la indiferencia planteé dos preguntas, que son cada vez más actuales: «¿Dónde estás?» (Gn 3,9) y «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). El camino cuaresmal será concreto si, al escucharlas de nuevo, confesamos que seguimos bajo el dominio del Faraón. Es un dominio que nos deja exhaustos y nos vuelve insensibles. Es un modelo de crecimiento que nos divide y nos roba el futuro; que ha contaminado la tierra, el aire y el agua, pero también las almas. Porque, si bien con el bautismo ya ha comenzado nuestra liberación, queda en nosotros una inexplicable añoranza por la esclavitud. Es como una atracción hacia la seguridad de lo ya visto, en detrimento de la libertad.
Quisiera señalarles un detalle de no poca importancia en el relato del Éxodo: es Dios quien ve, quien se conmueve y quien libera, no es Israel quien lo pide. El Faraón, en efecto, destruye incluso los sueños, roba el cielo, hace que parezca inmodificable un mundo en el que se pisotea la dignidad y se niegan los vínculos auténticos. Es decir, logra mantener todo sujeto a él. Preguntémonos: ¿deseo un mundo nuevo? ¿Estoy dispuesto a romper los compromisos con el viejo? El testimonio de muchos hermanos obispos y de un gran número de aquellos que trabajan por la paz y la justicia me convence cada vez más de que lo que hay que denunciar es un déficit de esperanza. Es un impedimento para soñar, un grito mudo que llega hasta el cielo y conmueve el corazón de Dios. Se parece a esa añoranza por la esclavitud que paraliza a Israel en el desierto, impidiéndole avanzar. El éxodo puede interrumpirse. De otro modo no se explicaría que una humanidad que ha alcanzado el umbral de la fraternidad universal y niveles de desarrollo científico, técnico, cultural y jurídico, capaces de garantizar la dignidad de todos, camine en la oscuridad de las desigualdades y los conflictos.
Dios no se cansa de nosotros. Acojamos la Cuaresma como el tiempo fuerte en el que su Palabra se dirige de nuevo a nosotros: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de esclavitud» (Ex 20,2). Es tiempo de conversión, tiempo de libertad. Jesús mismo, como recordamos cada año en el primer domingo de Cuaresma, fue conducido por el Espíritu al desierto para ser probado en su libertad. Durante cuarenta días estará ante nosotros y con nosotros: es el Hijo encarnado. A diferencia del Faraón, Dios no quiere súbditos, sino hijos. El desierto es el espacio en el que nuestra libertad puede madurar en una decisión personal de no volver a caer en la esclavitud. En Cuaresma, encontramos nuevos criterios de juicio y una comunidad con la cual emprender un camino que nunca antes habíamos recorrido.
Esto implica una lucha, que el libro del Éxodo y las tentaciones de Jesús en el desierto nos narran claramente. A la voz de Dios, que dice: «Tú eres mi Hijo muy querido» (Mc 1,11) y «no tendrás otros dioses delante de mí» (Ex 20,3), se oponen de hecho las mentiras del enemigo. Más temibles que el Faraón son los ídolos; podríamos considerarlos como su voz en nosotros. El sentirse omnipotentes, reconocidos por todos, tomar ventaja sobre los demás: todo ser humano siente en su interior la seducción de esta mentira. Es un camino trillado. Por eso, podemos apegarnos al dinero, a ciertos proyectos, ideas, objetivos, a nuestra posición, a una tradición e incluso a algunas personas. Esas cosas en lugar de impulsarnos, nos paralizarán. En lugar de unirnos, nos enfrentarán. Existe, sin embargo, una nueva humanidad, la de los pequeños y humildes que no han sucumbido al encanto de la mentira. Mientras que los ídolos vuelven mudos, ciegos, sordos, inmóviles a quienes les sirven (cf. Sal 115,8), los pobres de espíritu están inmediatamente abiertos y bien dispuestos; son una fuerza silenciosa del bien que sana y sostiene el mundo.
Es tiempo de actuar, y en Cuaresma actuar es también detenerse. Detenerse en oración, para acoger la Palabra de Dios, y detenerse como el samaritano, ante el hermano herido. El amor a Dios y al prójimo es un único amor. No tener otros dioses es detenerse ante la presencia de Dios, en la carne del prójimo. Por eso la oración, la limosna y el ayuno no son tres ejercicios independientes, sino un único movimiento de apertura, de vaciamiento: fuera los ídolos que nos agobian, fuera los apegos que nos aprisionan. Entonces el corazón atrofiado y aislado se despertará. Por tanto, desacelerar y detenerse. La dimensión contemplativa de la vida, que la Cuaresma nos hará redescubrir, movilizará nuevas energías. Delante de la presencia de Dios nos convertimos en hermanas y hermanos, percibimos a los demás con nueva intensidad; en lugar de amenazas y enemigos encontramos compañeras y compañeros de viaje. Este es el sueño de Dios, la tierra prometida hacia la que marchamos cuando salimos de la esclavitud.
La forma sinodal de la Iglesia, que en estos últimos años estamos redescubriendo y cultivando, sugiere que la Cuaresma sea también un tiempo de decisiones comunitarias, de pequeñas y grandes decisiones a contracorriente, capaces de cambiar la cotidianeidad de las personas y la vida de un barrio: los hábitos de compra, el cuidado de la creación, la inclusión de los invisibles o los despreciados. Invito a todas las comunidades cristianas a hacer esto: a ofrecer a sus fieles momentos para reflexionar sobre los estilos de vida; a darse tiempo para verificar su presencia en el barrio y su contribución para mejorarlo. Ay de nosotros si la penitencia cristiana fuera como la que entristecía a Jesús. También a nosotros Él nos dice: «No pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan» (Mt 6,16). Más bien, que se vea la alegría en los rostros, que se sienta la fragancia de la libertad, que se libere ese amor que hace nuevas todas las cosas, empezando por las más pequeñas y cercanas. Esto puede suceder en cada comunidad cristiana.
En la medida en que esta Cuaresma sea de conversión, entonces, la humanidad extraviada sentirá un estremecimiento de creatividad; el destello de una nueva esperanza. Quisiera decirles, como a los jóvenes que encontré en Lisboa el verano pasado: «Busquen y arriesguen, busquen y arriesguen. En este momento histórico los desafíos son enormes, los quejidos dolorosos —estamos viviendo una tercera guerra mundial a pedacitos—, pero abrazamos el riesgo de pensar que no estamos en una agonía, sino en un parto; no en el final, sino al comienzo de un gran espectáculo. Y hace falta coraje para pensar esto» (Discurso a los universitarios, 3 agosto 2023). Es la valentía de la conversión, de salir de la esclavitud. La fe y la caridad llevan de la mano a esta pequeña esperanza. Le enseñan a caminar y, al mismo tiempo, es ella la que las arrastra hacia adelante.
Los bendigo a todos y a vuestro camino cuaresmal.
Roma, San Juan de Letrán, 3 de diciembre de 2023, I Domingo de Adviento.
FRANCISCO

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