ACTUALIDADCULTURAPRIMERA PLANA

Lectura. De paseo entre alfileres

Por LARA HERNÁNDEZ
Domingo, 1 ago. 2021

Mi pueblo está rodeado de recuerdos, de los de antes, de ese pasado que te huele a niñez, a adolescencia y a los que ya no están; al aroma de los platos que te cocinaba tu abuela, a los limoneros que atravesabas cada mañana para ir al colegio, al pan recién salido del horno o a unas chuletas asadas sobre brasas que nunca imaginaste que echarías de menos. Amaneceres al despertar el gallo y saludos de vecinas sentadas en corrillos a las puertas de sus casas. Cuchicheos que entonces te incomodaban y a los que ahora te unirías porque has entendido que solo iban de matar el tiempo. Recuerdos que se amontonan en tu memoria y que, conforme vas cumpliendo años te vienen a la cabeza, cada vez con más frecuencia, como alfileres que pinchan sin querer hacerte demasiado daño.

Alfonso y Pepe, de Cervecería Alfonso, de la calle Mayor

Hace unos días me contaban unos amigos que, después de 36 años, se jubilan y cierran la persiana de su negocio, la Cervecería Alfonso de la Calle Mayor. Sentí tristeza, pero también alegría por su merecido descanso después de toda una vida de mucho trabajo. Alfonso y Pepe fueron mis vecinos durante los años en los que mi pequeña galería de arte estuvo abierta y les tengo muchísimo aprecio. Al hilo de esta noticia me comentaba otra gran amiga, Beatriz Orenes, que “poco a poco se nos iban apagando las luces de la Calle Mayor”. Pensé que lo que decía era en parte cierto y sus palabras y ese breve encuentro me llevaron a muchos otros lugares ya desaparecidos y, con ellos, al principio, a la calle Ánimas, mi primer hogar.
Empecé por recordar “al Veneno”, siempre rodeado de bicicletas, y el cariño con el que nos enseñaba, a mí y a mis hermanos, su taller lleno de ruedas y pequeños tesoros. Seguí caminando e imaginé que entraba a la droguería de “la María” para comprar un cuarto de almidón y de jabón en escamas, de ese que olía a lo más limpio. Un poco más arriba, antes de llegar a la Plaza de Abastos de San Pedro, pasé por “los Cohetes Blancos” y de esa ventana tampoco me faltó un saludo. Llegué hasta la Plaza para encontrarme con los besos de mi abuela en su puesto de pescado y al escuchar “eres lo más hermoso que mis ojos ven”, sentí cómo uno de esos alfileres me había debido pinchar más fuerte de la cuenta.
El puesto de verduras de “José de la Plaza”, el de “la Mariquita”, el Bar Piscis, la tienda de ultramarinos de los Hermanos Guillamón, la panadería del Pon, el Cinema Iniesta, el antiguo Loto Azul, con su Fina al frente, la Confitería Avenida y sus riquísimas monas para la hora de la merienda, el Casino, antes de estar casi vacío, con su fachada antigua y todos sus socios detrás de los ventanales o sentados en la puerta leyendo la prensa del día; subir al “Alto de Pacún” y volver a bajar para comprarme en “el quiosco de la Pepita” un Chupa-Chups de los de chicle; y llegar a la altura de la Ferretería Guillamón, uno de esos números en los que el alfiler me vuelve a avisar para que me detenga pinchando más fuerte de la cuenta: la imagen de su entrada y de su largo mostrador de madera, siempre lleno de clientes y amigos, permanecen intactos en mi memoria. Su dueño, mi queridísimo Joaquín Guillamón, atraía como un imán; sus abrazos eran tranquilos y reconfortantes, sus conversaciones siempre ricas y su sentido de humor, tan negro como lúcido, cautivaba tanto a pequeños como mayores. Joaquín nos dejó hace unos meses, pero él, como esos pasillos mágicos y laberínticos de su ferretería, por los que tanto corrí y jugué de niña, seguirán formando parte de mi corazón y de mis más añorados recuerdos siempre.
Pegado a la ferretería, el Bar de Perico de Mateo. Entrar en él es volver a saborear su rica ensaladilla junto a una Fanta de naranja y la amplia sonrisa de Mari Tere, su dueña. Y si sigo caminando, pero me cruzo de acera, llego hasta “Stop Pantalón”, la tienda donde me compré mis primeros vaqueros por mí misma; con ellos bailé “Siete Novias Para Siete Hermanos” en el Festival de la Academia de María Dolores Riquelme, mi querida Mariloli, para la tradicional Coronación de la Reina Infantil de las Fiestas de Mayo en la Discoteca Súper Chuys. El alfiler me vuelve a pinchar y esta vez pienso en lo que daría por poder bailar aun así o al menos dar una sola de aquellas volteretas laterales.
Al llegar al Jardín de las Palomas, porque así lo conocía, ya es 1987 y yo he cumplido los catorce años. A mi lado una pandilla enorme habla y ríe sin parar, tal vez para acallar las miles de mariposas que todos sentíamos revoloteando por el estómago. Entro al Disco Chuys y vuelven a sonar todas aquellas canciones inolvidables; bailamos y bailamos, mientras no dejamos de miramos de reojo. El primer beso. El primer amor.
Continúo caminando y al llegar al Paso a Nivel espero a que las barreras vuelvan a levantarse. Alcantarilla siempre dividida por barreras. El tren de Madrid todavía para en nuestra Estación, ahora abandonada, y la puerta del Bar El Cepo está llena de gente joven, como cada fin de semana durante años y años. Al otro lado, el Trafic, el Estudio 3 y mis amigas al fondo, siempre al fondo. Más risas, más sueños, más bailes y más horas para olvidar todo lo feo que hubiese fuera.

La casa de mi abuela Lola

Sigo paseando hasta llegar a la altura del Horno del Gazquez y, justo ahí, contradigo los consejos de mi madre y camino con la cabeza baja o pensando en cualquier cosa, pero justo antes de cruzar el Camino de los Romanos, me paro y miro hacía la acera de enfrente para imaginar dónde estaba la puerta de entrada de la casa de mi abuela Lola, el naranjo borde, el camión rojo de portes aparcado siempre un poco más abajo, la ventana de su habitación, el patio del fondo… y si, encima, cierro los ojos, puede que consiga verla sentada sobre su mecedora en el recibidor, pero mirando su trozo de Calle Mayor mientras hace ganchillo. Y así, cuando he logrado encajarlo todo, como debe ser, continúo mi camino de vuelta mucho más tranquila porque me he dado cuenta de que todo sigue en el mismo sitio de siempre. Ninguna persiana o puerta se cierra del todo mientras haya quien la recuerde abierta.
Seguiré mirando al cielo, a las estrellas y a las nubes en las noches cerradas. Seguiré sintiendo la memoria y la huella de otros tiempos, no mejores ni peores, pero sí distintos. Seguiré fantaseando y sintiendo esos pequeños pinchazos para recordarme que he vivido y que debo seguir soñando porque el sueño es lo último que debe perderse.
En recuerdo a los que ya no están y en apoyo a los que siguen abriendo cada día sus persianas, apoyemos siempre al pequeño comercio de nuestro pueblo.

Lara Hernández Abellán

Etiquetas
Botón volver arriba
Cerrar
Cerrar